Monday, November 1, 2010

Reto día 14: Un cigarrito


El cigarro no me molesta, el humo no me da alergia, ni me perturba que un desconocido este a mi lado fumando. Las razones van más allá; simplemente el ver a alguien que quiero me trae malos recuerdos. Con los años he aprendido a controlarlo, sin embargo, aun hay personas a las que NO puedo verlas fumar. Tengo varios amigos, que desde el primer momento en que los conocí, pues fumaban; ellos entran en cierta excepción bizarra; no es que no me importa, sino que me acostumbre a verlos hacerlo. La realidad es que toda persona que me conoce sabe que no fumo. Algunos saben que no me gusta ver fumar a la gente que quiero. Poco saben la razón que tiene detrás

Quizás el recuerdo más pronunciado de mi infancia, es la rutina de mi papá. Todos los días, él se levantaba, preparaba una jarra de café negro, muy negro. Caminaba con sus escandalosas cholas de suela de madera y buscaba el periódico. Se sentaba en su poltrona, o en su silla de la cocina. Antes de desayunar o de hacer cualquier cosa, se tomaba 2 tazas grandes de ese café, abría el periódico y se fumaba 2 o 3 cigarros. Mi papá llegó un punto en que podía fumar más de una caja diaria. Es por eso que jamás me molestó el humo, o el olor; crecí con él. Siempre vi el cigarro como algo normal, hasta aquel día.

Fue un verano como pocos, de esos que se disfrutan cuando tienes 13 años; aún con una mente inocente e ilusa, recibí una llamada muy inesperada. Era mi tío por parte paterna. Como ya he dicho antes, no me llevo con esa parte de la familia y quien tiene la culpa de eso es precisamente mi papá. Yo, bastante extrañado, atiendo. Mi tío me pregunta que si andaba con mi mamá. La respuesta fue negativa. Como sin quererlo, él suelta esa bomba. “A tu papá le dio un yeyo, yo lo llevé a la clínica, dile a tu mamá y vénganse”. Instantáneamente llamo a mi mamá y le cuento. Ella m dice que me quede tranquilo, que seguro no era nada. Ella, buscando protegerme, me dice que me quede en la casa. No le hice caso; tomé un taxi y me dirigí a la Clínica Santiago de León.

Al llegar, me apresuro en buscarlo; obviamente mi primera opción fue emergencias. Allí me encuentro a mi tío, quien se asombra al verme. Yo le pido que me explique lo sucedido. Él no supo explicarme, sólo me dijo que en el apartamento lo vieron en el piso del estacionamiento y lo llamaron a él. Luego, me dirige hacia donde estaba mi mamá. Al encontrarla me entero que estaban operando a mi papá; la cara de mi mamá anunciaba la gravedad del asunto; su boca discrepaba. Varias horas en operación, ya era de día y me habían mandado a mi casa. Al día siguiente, mi madre tenía trabajo, mi tío también, y mi hermana universidad. Yo decidí ir a la clínica desde muy temprano.

Al principio no sabía qué hacer. Estaba bastante desconcertado. Enfermeras entraban, me miraban con confusión, buscaban a los al rededores por algún adulto y luego se iban. Ya en horas de la tarde, entra el doctor. Me pregunta por mi mamá y le digo que no estaba. Me pregunta si había venido con alguien. Mi respuesta fue simple: “Soy sólo yo doc”. Sus ojos cambiaron. En ellos pude ver mi inocencia irse. Ese fue el preciso instante en que supe que mi vida iba a cambiar. Después de despedir a mi infancia, le pregunto sobre lo sucedido, con detalles. El doctor suspiro, él dejo de veme como un niño y me dio la explicación como si fuera cualquier adulto. “El paciente presentó una ruptura debido a una Aneurisma de la Aorta a nivel abdominal; generando una pérdida del 80% de la sangre corporal”. Esa fueron las palabras exactas del doctor. Mi cara lo único que expresaba era “En español, por favor”. Su respuesta fue “su Aorta explotó, entre el cigarro y la tensión alta se armó un bulto en la aorta hasta que explotó”. Mi pregunta inmediata fue si se iba a recuperar. El doctor puso cara de duda y dijo: “ha perdido demasiada sangre, y no está fácil… ya veremos”.

Durante los siguientes días la cosa empeoró. Ver a tu papá vivo gracias a unas máquinas no es sencillo. Continuaba sólo la mayor parte del tiempo. Algunas tardes se pasaba mi tío, otras mi hermana (la relación entre ella y mi papá no es muy buena, por eso ella nunca se quedaba mucho tiempo). En esos días conocí el insomnio. Las enfermeras y mi mamá se preocupaban. Sin embargo, no podía hacer mucho. Mi vida pasó a ser muy oscura, muchos sentimientos encontrados. No mostraba la cara. Mis únicos acompañantes eran mi capucha negra, y mi rosario en mano; nunca dejaba de rezar. Al tercer día te conocí por primera vez. Tu forma era muy diferente a la que presentas ahorita, pero respondías al mismo nombre… soledad.

Los doctores entraban y salían diariamente, viendo sólo decadencia en su estado. A la semana, le pregunté de frente al doc sobre la situación de mi papá. Él, quien ya no veía un niño de 13 años sino un adulto capaz de aguantar lo que sea, soltó un frío “hay que preparase para lo peor”. Allí mi mundo se cayó. No lo quería creer. Ese día mi fe tomó un rumbo nuevo. Recé todo el día, le pedí a la Virgen de la Milagrosa que hiciera lo suyo, que me ayudara. Increíblemente lo hizo. Después de unos 10 días mi papá estaba recuperándose. Algo que medicamente nunca tuvo explicación. Lástima que semejante recuperación nunca ocurrió con mi inocencia, con mi infancia.

Lo más sorprendente es que ni una lágrima salió. Desde entonces me cuesta ver a alguien que aprecie fumando. Verlo sólo me recuerda a mi papá, sin poder hablar, vivo gracias a máquinas. En las cenizas puedo ver esa cara de falta de fe del médico y puedo oír ese “hay que preparase para lo peor”. Meses después mi padre fue hospitalizado nuevamente en la clínica, esta vez por algo leve en el estómago. Volví a la clínica, y al entrar al lobby, no pude seguir. Me desmoroné; me rehusé a pasar por lo mismo. Pero nuevamente, luché contra cualquier sentimiento. Me di cuenta que había aprendido a suprimirlos, obtuve el mitológico control sobre corazón.



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